No cayó maná del cielo.
No floreció la herida.
No me habló la estatua
ni ardió la zarza.
El milagro fue menor:
una palabra
brotó de mi lengua
sin miedo.
Y no era plegaria.
Era verdad.
El milagro fue que el cuerpo
no se quebró al decirla.
Una luciérnaga me siguió tres pasos.
Una mujer me sonrió sin nombre.
Una lágrima se detuvo en la mejilla
como si dudara de caer.
No hubo testigos.
No hubo aplauso.
Solo yo
y la palabra
que me devolvió el pulso.