Falta algo de chocolate real a mi vida,
algo de sólida dulzura en mi boca,
que entre las tantas cosas que faltan
me falta su sabor de sueño para morder.
Y entre tanta hambre que guardo
está esa por la suavidad de su cuerpo
y por llenar la soledad de mi lengua
con tierra profunda
transfigurada en anochecer.
Que el chocolate es un gusto
que se hizo para el estómago del corazón.
Sombra de cálido aroma
abierta al tacto desde los ojos;
barra que es la niñez de todos nosotros
y la única víctima para los dientes
que sabe besar.
Y si el color más honesto
es arco iris entreverado,
el cacao es la aleación de todo sabor.
¿Qué habrá impulsado en la Altura
a capitular esta gran maravilla
para el júbilo inmerecido del paladar?
Antojo de colmena frutal
y miel amarga en la boca,
pero la más amarga dulzura
que se transforma en leche y pastel
y en lingote tostado a los hombres.
Y lo repito: cómo hace falta
un poco de chocolate real a mi vida,
algo de ébano suave y comible,
y la porción nocturna de un cántico a mi paladar.
¡Qué enorme deseo de degustar lo sincero,
no solo sustitutos espesos
ni mímesis dulces
ni sabores sintéticos de extraños cacaos!
Al más sabroso de estos nombran amor.
Que algo tiene el amor de textura,
algo de derretirse en la boca,
eso que solo posee el feliz chocolate
y que es abrirnos hasta el horizonte los ojos;
donde si nos ponemos atentos
incluso un beso furtivo
evoca la espaciosa sensación vegetal.
Un día apareció de sorpresa
con su hermana gentil la vainilla.
Fue en la alta cumbre del tiempo,
y muy avanzado
el extenso relato del mundo
que acarició el chocolate la tierra habitada.
2022