Tú me enseñaste a amar en la ruina,
en la penumbra donde el goce muere,
a deshojar la flor que se reclina
sobre el abismo que nadie prefiere.
Me diste amor como lúgubre cenicienta,
con labios rotos, con voz desgarrada,
y aun así fue tu entrega la más lenta,
la más sublime, la más anhelada.
Tú me enseñaste a ser feliz llorando,
a reír con la sombra por testigo,
a celebrar que el mundo va sangrando
si en mi costado se adormece el trigo.
Fuiste alborada en mi región marchita,
relámpago en mi noche sin regreso,
y en tu candor halló mi piel maldita
el sacramento oculto de un comienzo.
Contigo supe amar sin esperanza,
con la ternura enferma de los locos,
y fue tu voz, mi poética balanza
que dio sentido a mis silencios rotos.