Éramos jóvenes callados,
de botas y ojos despiertos,
el mar frente a nosotros
y el corazón descubierto.
En aulas de poco lujo,
con pizarras medio rotas,
aprendimos que el océano
no se atrapa solo en notas.
Tras cinco años entre libros,
sal y mar sobre la piel,
estampamos nuestro oficio
bajo un cielo de papel.
Después vino la partida,
cada cual a su destino:
los puertos, la costa, el lago,
la selva, la lancha , el río.
Separados del cardumen,
fuimos parte de la suerte,
dirigimos, enseñamos,
planeamos, sembramos peces.
Y aunque el mundo nos llevó
por senderos diferentes,
seguimos siendo los mismos,
los de Pisco, los de siempre.
Los de la San Luis Gonzaga,
los de anchoveta y sardina,
los del comedor errante,
los de las juergas de esquina.
Hoy nos vemos por WhatsApp,
como boyas en el viento,
en fotos medio borrosas,
pero ancladas en el tiempo.
Y aunque el tiempo ya nos peine
con los dedos de la vida,
sigue firme esa amistad,
como red que no se inclina.
Porque hay nudos que no aflojan,
porque el alma no se enfría,
y es que el mar nos hizo hermanos,
¡ingenieros de Pesquería!