Un padre tenía dos hijos varones,
con sueños distintos, con mil ilusiones.
El menor un día, con firme decisión,
pidió su herencia sin explicación.
“Dame lo mío” —fue su petición—,
sin ver la tristeza en el corazón.
El padre, paciente, con tierno dolor,
les dio su parte a cada uno, sin rencor.
El hijo partió, sin mirar atrás,
buscando aventuras, placer fugaz.
Malgastó el dinero, lo echó a perder,
en vida de fiesta y todo placer.
Pero vino el hambre, el tiempo cambió,
y aquel joven rico en nada quedó.
Cuidando cerdos, en gran humillación,
anheló algarrobas por la desesperación.
“Volveré a casa” —pensó al reflexionar—,
“diré a mi padre: ¿me puedes perdonar?
He pecado contra el cielo y contra ti,
no merezco ser hijo… haz jornalero de mí.”
El padre lo vio regresar a lo lejos,
y movido a misericordia, corrió sin enojos.
Lo abrazó y besó sin reprochar,
y el hijo lloró, queriendo explicar.
El padre ordenó: “¡Traed su vestido!
Ponedle un anillo, que sea bienvenido.
Calzado nuevo, traed sin tardar,
y el becerro gordo… ¡vamos a celebrar!”
“Mi hijo estaba muerto y volvió a vivir,
perdido andaba… y lo vi venir.”
El perdón resplandeció sin condición,
con mucho amor y plena redención.
El hermano mayor, que venía del campo,
oyó música y danzas… y se enojó tanto.
No entendía tal gran celebración,
pues su hermano pecó sin moderación.
Él, obediente, fiel y trabajador,
sentía en el alma rabia y dolor.
Pero el padre, con amor, le habló:
“Tu hermano estaba muerto… y revivió.”
“Era justo celebrar esta gran fiesta,
pues volvió tu hermano con alma honesta.
Gocemos con fe, sin duda ni temor,
la salvación es un regalo de amor.”