Señales cruzadas.
Labios hambrientos.
Tibios intentos.
Puertas cerradas.
Fuego en las venas.
Bocas suicidas.
Barras ceñidas.
Copas rellenas.
-¿Cómo te llamas?
-¿Quién lo pregunta?
-Este que asunta.
-Mucho reclamas.
-Dame una pista.
-Vivo algo lejos.
-Trucos añejos,
eres muy lista.
-Y tú, qué tal.
-Nada importante.
-Vaya farsante.
-Compra vocal.
Vaya sorpresa,
por fin sonríes.
-Pues no te fíes:
soy mala presa.
Vale, de acuerdo,
me has caído bien.
-Una de cien.
-Eso que pierdo.
Sé lo que buscas,
no soy de esas;
ergo tropiezas.
-Pero me gustas.
-Venga, juguemos.
-¿A las preguntas?
-¿Eso te asusta?
-Bueno, veremos.
-Quiero decirte
antes de nada
que estoy casada.
Si quieres irte...
-Solo disfruto
tu compañía,
aunque sea mía
solo un minuto.
-No me entretengo,
debo volver.
Es un placer.
-Claro, lo entiendo.
¿Quizá otro día?
-Puede que sí,
vendré por aquí,
-Me gustaría.
Y nos miramos de frente.
Y, aunque fue solo un segundo,
nos olvidamos del mundo,
del reloj y de la gente.
Pero allí fuera
la madrugada
ya se anunciaba.
Tuve la duda
de que volviera.
Se quedó muda.
Y yo a la espera...