El viento dejó de abrazar sus ramas,
y los rayos del sol
no pudieron despedirse.
El cielo lloraba sin saber dónde caer,
recibiendo el último aliento,
uno agonizante.
Esas calles verdes y troncos viejos,
que un día fueron ese alivio en veranos calurosos,
se marchitaron lentamente
en un invierno que apenas comenzaba.
Sus raíces
aún conservaban nostalgia
de historias que ya no podrán contar,
y primaveras en las que no podrán florecer.
En sus últimos respiros,
enredados en cables y máquinas,
se escuchan sus lamentos,
como si sus hojas hubieran sido cascabeles.
Que no paran de caer.