La lengua nacional
fue cortada por decretos.
Teníamos un idioma
que sonaba a tambor y a jaguar,
a tierra y sudor de machete,
pero nos enseñaron a rezar
en la lengua del acreedor.
Firmaron un memorándum
con tinta extranjera
y pusieron a dormir la soberanía
bajo la almohada de Washington.
Un gesto suave en la firma,
una puñalada en la médula del istmo.
Nos dijeron que vender un pedazo
no era traición,
sino “inversión estratégica”.
Nos regalaron banderas importadas,
pero nadie sembró estrellas
en los cuadernos vacíos del barrio.
La voz del pueblo fue transcrita
en hojas membretadas,
la patria reducida a siglas,
a cláusulas de seguridad prestada,
como si el Canal necesitara un padrastro
y no hijos con coraje.
Pronunciar “neutralidad”
es, hoy, un juego de espejos rotos.
Pronunciar \"soberanía\"
fue considerado un gesto subversivo.
Hay que tener en cuenta que
el que traduce las condiciones
también dicta los horarios de la tormenta.
La historia, un apéndice diplomático;
la dignidad, un documento sin vigencia.
Nos borraron la tilde del istmo,
nos recortaron los labios
con bisturí de geopolítica.
Y, aun así,
entre las grietas de los tratados,
el jaguar ruge
y el tambor repica
porque, aunque amputen la palabra,
queda el eco,
queda el grito,
queda el poema que no se arrodilla.
JUSTO ALDÚ © Derechos reservados 2025.
Panameño.