Se me cae el alma en la esquina del día,
donde el sol se quiebra como un vaso viejo
y la luz se astilla en los zapatos rotos del tiempo.
No hay manera de sostener este peso,
este nudo de venas que late en el pecho,
como un pájaro ciego que no encuentra el cielo.
Mírame, amor, soy un hombre de barro y relámpagos,
un puñado de huesos que canta bajo la lluvia.
Te busco en el roce de las hojas secas,
en el grito del viento que se lleva los nombres,
pero solo encuentro tu sombra,
desnuda, temblando en la pared de mi insomnio.
La ciudad me mastica con sus dientes de asfalto,
me escupe en las calles donde los perros sueñan.
Y yo, terco, sigo escribiendo tu nombre en el aire,
con dedos que arden, con uñas que sangran.
Porque el amor, maldita sea,
es un incendio que no se apaga con agua,
sino con más fuego, con más hambre, con más vida.
Déjame morderte el alma,
déjame coserte al borde de mi herida.
Que el amanecer nos sorprenda desnudos,
bailando en la cuerda floja de los días,
donde el resplandor de tu risa sea la única lámpara que me guíe.