Algunas monedas,
tenía alguna, roto
el bolsillo en una sola
costura, una esquina,
hilván caducado,
y la moneda corría
tergal abajo a descansar
del rigor gravitatorio,
cupo al poco en ese hueco,
se escurrió pernera abajo,
y el calcetín, ajustado, no supo
cómo retenerla, y el botín,
también ajustado, no dio
abasto a su circular descenso,
inevitable, hacia la acera,
y hacia la pérdida, el olvido,
y, cuando hube de contar
con ella, con su valor facial,
mis dedos, en pinza, índice
y pulgar conjurados, no dieron
a tocarla, y se crisparon
a la desazón derivada
de una pérdida definitiva,
irrevocable, irreversible,
y las patatas fritas que ya,
creyéndolas conmigo, estaba
degustando en la imaginación,
cayeron como al hueco hondo
de una escalera, de caracol,
tal fuera un caracol cualquiera
símbolo, icono, de un fracaso,
de manera que volvieron
al lugar de donde vinieron
—ipso facto—, y la saliva acumulada tuvo
que viajar sin el barro beige
de la patata ya masticada...
Tres monedas exactamente,
una de veinte, otra de cincuenta
y otra de un euro —ojalá vayan
a parar a un bolsillo perentorio,
más precisado que el mío—.
Ojaláaaaa.