Paz.
Me acurruco en una paz prometedora y farsante,
Salgo de un huracán con la brújula sana, apenas astillada.
Todo es calma.
El aroma a nuevos puertos me inunda los pulmones,
La melodía de un piano atiborra mis oídos de una quietud espantosa,
Debo confesarme de inmediato.
Tengo nostalgia de la tormenta, y por las siestas en la tarde a veces llamo a los recuerdos para que me sumerjan y me ahoguen en esos látigos del dolor, no por masoquista, sino por miedo a borrar de una vez y para siempre una esperanza marchita.
Sin embargo el resto del día se vive cálido, a la espera de aventuras que nunca llegan; parece que no hay pecado peor que vivir desde la carencia, y yo soy hartamente rico de todo menos de ti.
Luego todo lo tengo, el amor, el tiempo, la juventud y la paz.
Dicen que los buenos augurios no tardan en llegar, pues en mis meditaciones diarias me dedico con toda gratitud mi propia felicidad, y el rezo sale tan fuerte, que el universo no tiene opciones, solo una condición, reconocer de rodillas ante su altar que tu solo puedes darme guerra y dolor, y el fulgor del ardor de tu desprecio.
El universo cumple y nos hace capaces de rechazarnos en contra de nuestros deseos más profundos, en contra de nuestra voluntad indeclinable, solo por favor de nuestro rezo.
Solo por favor de nuestra paz.