Vivía en un cuarto sin nombre
con vistas al humo y al cielo
vendiendo su alma en un sobre
por veinte centavos de anhelo.
No quiso patrón ni oficina
ni jefe ni plan de pensión
sólo tinta, vino y la esquina
donde rimaba el clamor.
Decía que un verso era un hijo
y el papel, su única amante
lo llamaban loco o prolijo
según quién pagara adelante.
El café le daba cobijo
si recitaba al llegar
y un mendrugo era su fijo
si lograba emocionar.
La fama pasó de puntillas
el hambre se hizo canción
y a cambio de dos cuartillas
le daban media ilusión.
Murió sin ninguna academia
sin premios ni flor en la jornada
el único en toda bohemia
que vivía
de una pluma desolada.
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