Algunas prisioneras están sentenciadas al infierno,
se camuflan desde las pieles del infierno como servilletas sucias sin usar,
en donde encuentran un corazón dictador,
que las obliga a arrodillarse con la carne de las rodillas al aire libre,
para lavarse a sí mismas con las lágrimas y el sudor que sobresalen de sus heridas abiertas, sin poder cerrarse.
Los trajes formales invaden con fuerza sin compasión, abriendo más las heridas,
en donde el útero de la prisionera se convierten en un cuchillo sucio,
y en donde sus madres prisioneras las invaden con voces oprimidas,
para seguir el mismo camino en donde el dolor y las heridas se abren cada vez más,
y en donde el consuelo está en su propio sufrimiento y en esas heridas que nunca cierran.
Esto no se puede negar ni escapar.