Antonio Castiñeiras

Pepa en la montaña...

Súbitamente, un desmadejamiento de orejas, patas y pelos pasa como una exhalación y se aleja sendero adelante, dejando una estela de polvo de nieve y un zumbido, como de un galope sordo y embarullado. Se produce un frenazo y un “derrapage” y la madeja se dirige directamente a mí; sólo un brusco cambio de dirección en el último momento evita el atropello y, como un torbellino, me roza las botas.  La nieve está fresca, la mañana fría y soleada, espléndida. Después de repetir la desenfrenada carrera por quinta, por sexta vez... Pepa se detiene y me mira de una forma parecida a la que utilizan los niños cuando culminan su última proeza en el tobogán. Está exultante. Y yo me siento bien. La montaña me produce siempre la misma sensación. En contraposición con la ciudad, es un escenario tan poco artificioso que, curiosamente, parece casi irreal. Pisar, además, nieve virgen, en ese entorno, me ayuda a evadirme de la realidad.