Abrí el tórax del recuerdo
con el bisturí de la nostalgia estéril.
No hubo anestesia,
no era necesaria
el amor se dejó cortar
como si esperara
su certificado de defunción
desde la primera caricia.
Hallé restos de promesas
adheridas al pericardio,
una costilla de Adán
que no era mía
y un soplo leve en la aurícula
que sonaba a excusas viejas.
No sangró la herida:
había coagulado en otro abrazo.
Me reí,
lo admito:
tu fidelidad era un órgano vestigial,
apto para exposiciones de museo
o charlas sobre el instinto.
Nunca los vi de esa forma,
pero tus “te amo” tenían vida media,
olor de antibiótico vencido,
y tu piel,
efecto secundario de mi fe.
Luego,
al suturar la historia,
descubrí un gran silencio
de esos que gritan
en voz baja:
“Jugué con tu presión,
con tu sangre indómita,
con tus estúpidas neuronas
haciendo gala de mi Alzheimer”,
pero tu ausencia pesaba
más que el cuerpo hoy seccionado de la culpa.
Y el vacío,
ese sí que era tumor maligno.
Por eso escribo este informe clínico:
el paciente -el amor- murió sin escándalo,
en horario de visitas,
con pulso lento y dignidad en coma.
Firmo con trazo firme:
no apliqué desfibrilador,
lo dejé ir;
aún asi, me tiembla la mano
cuando digo tu nombre
también en voz baja
frente a la tumba de tu amor.
JUSTO ALDÚ © Derechos reservados 2025.