Yasuara Melgara

“La llama y la ceniza”

Desde que tengo memoria,

la vida fue un reloj sin manecillas,

un calendario colgado donde nunca llegaba el día esperado.

La tristeza no llegaba:

ya estaba antes que yo.

 

Crecí rodeada de lo justo,

con la mirada cansada de los que nunca preguntan

porque ya saben la respuesta:

nadie vino.

Nadie viene.

 

No sabía por qué vivía.

Solo lo hacía.

Como el polvo que se levanta cuando pasa el viento,

como una flor salvaje en medio del cemento:

sin motivo, pero obstinada.

 

Estudié.

No por amor al saber,

sino por terror a desaparecer

como tantos que caminan sin sombra,

sin nombre,

sin dirección.

 

Quise doblar los días

como si fueran metal en mis manos.

Los vencí con esfuerzo,

pero me olvidé de sanar el pecho.

 

Nunca tuve amigos.

Fui la que miraba desde lejos,

la que hablaba con las paredes,

la que encontraba en su cuarto

el único lugar donde no dolía tanto ser.

 

Y entonces creí.

Creí que alguien podía ser casa,

que un pecho ajeno podía apagar el invierno,

que esta soledad que arrastro

podía tener fin en otro cuerpo.

 

Pero no.

Me entregué como quien extiende un mapa,

y él solo buscaba una ruta para no perderse.

 

Y ahora que lo he dejado,

él aún camina dentro de un eco

que ya no tiene voz en mí.

Cree que sigo allí,

donde solo queda ceniza.

Pero el fuego ya se apagó.

Solo quedan hilos

que me atan como raíces secas en tierra que ya no es fértil.

 

Me desespero por cortar del todo el hilo,

salir de esta historia que no fue mía,

de este camino equivocado

que tomé creyendo que era un destino.

 

Porque aprendí a encenderme sin fósforos ajenos,

a habitar mi silencio sin que me queme,

a mirar al dolor sin suplicarle tregua.

 

Ya no soy espera, ni promesa incumplida.

Soy mi propio regreso,

la llama que no se apaga cuando el viento se va.

Y mientras exista,

seguiré.

Porque persistir también es herida,

pero es mía.