Cronofagia
I
Cuando reías,
los relojes se volvían insectos ebrios,
el sol era un niño disolviéndose en azúcar,
y los minutos —ah, los minutos—
mariposas suicidas
en un frasco de miel
robada al olvido.
Pero cuando llorabas,
el tic tac tic tac
era un cuchillo en espiral,
giro tras giro sobre el hueso del instante,
partiendo los segundos
como hostias consagradas
a un dios que no responde…
ni pregunta.
II
Fui feliz una vez.
Lo juro.
Aunque ya no tenga pruebas,
aunque el tiempo lo niegue
con su lengua de óxido y espejismos.
Fui feliz…
pero el instante duró menos
que el parpadeo
de un cadáver en su última visión.
Después,
el silencio vino en forma de péndulo,
golpeando mis costillas
como campanas sin fe,
y envejecí en una sola tarde,
viendo gotear tu sombra
por la pared donde ya no habitas.
III
Dicen que el tiempo no existe,
que es una invención del dolor,
una cuerda floja
que se alarga en la soledad
y se aprieta
alrededor de tu garganta
cuando alguien te susurra: para siempre.
Pero yo he visto al tiempo,
he dormido en su vientre,
he sangrado su boca de arena.
Y no —
no hay criatura más cruel
que su risa
cuando tú estás riendo.
IV
Todo lo que amé
se convirtió en ayer,
y todo lo que temo
se disfraza de mañana.
Hoy,
el ahora,
es un insecto atrapado
entre dos vitrinas:
una donde el gozo se disuelve,
otra donde el dolor se preserva
como reliquia
de un ángel caído.
Y entre ambas,
yo,
devorado por cada segundo
que finge detenerse,
riendo con dientes de ceniza,
esperando que el próximo minuto
no me absuelva,
sino me muerda
como si también
tuviera hambre.