Ricardo Castillo.

Evangelio de los caídos (II)

Estoy en medio del caos,
como quien despierta en un incendio,

un entierro sin cuerpo,
sin flores ni luto,

las manos atadas a venas
que se ocultan en mi génesis,
una génesis escrita en lenguas muertas,
lenguas que no entiendo
y que nunca entenderé,

balbuceos de ancestros olvidados,
errante entre ruinas de futuros
que nunca llegarán,

atrapado en un pasado oculto,
un pasado que ha sido
borrado de la bitácora
de los hombres tristes
que habitan aquí,

aquí,
donde se entierra la memoria.

Yo, espectador pasmado
de este siglo,

con los ojos abiertos como ventanas sucias,
que se van quedando sin visión
porque el tiempo se come las pupilas,
que se internan,
en las fauces de su propia oscuridad,

mirando a tientas desde el séptimo piso
una ciudad que arde
entre pantallas y sirenas,
el centro invisible del mundo
que gira y grita
y desaparece entre los dedos
de profetas de TikTok.

A veces escapo, ¿sabes…?
a veces vuelo en bicicleta hacia la alegría,
breve, sucia, tatuada
en risas rotas;

solo para regresar
a este desconcierto,
a esta cama sin sábanas.

Y desde el pozo lúcido
del insomnio, rumio versos:
versos como huesos,
versos como vómito dulce,
versos como espejos,
versos decadentes y mal escritos —
como estos que ahora escribo —

con los que me siento vivo,
o al menos acompañado
por fantasmas que me entienden,
y presumo que todos
soy yo mismo.

Ahora todo tiene el mismo color:
el gris de los techos que sangran óxido,
el gris de pulmones de fábrica,
el gris del alma dormida en semáforos,
el gris que no es más que sombra
bajo las sombras.

Todos usan el mismo vocablo,
la misma jerga hueca:
el lenguaje reciclado de noticieros,
de podcasts,
de slogans corporativos.

Las mismas culpas a cuestas,
culpas heredadas como virus
en la leche materna;
los mismos demonios del algoritmo impío,
los mismos rostros encendidos por pantallas:

rostros sin historia,
sin alegría,
sin tierra,
sin felicidad,
sin gozo.

La juventud que antes gritaba en las plazas
tiene hoy como faros la cruz y la guerra:
la cruz oxidada del miedo y la voracidad,
la guerra entre muertos que no saben que están muertos,
las horas desperdiciadas en los call centers,
y en escuelas que se quedaron vacías.

Ya no hay tiempo para amar,
solo para poseer lo que está muerto,
abrazar el abandono
como a un hijo que no nace,
besar el vicio
como a una libertad desconocida,
rota, postiza,
escondida bajo grietas
de ciudades que no gritan ni aúllan.

Ya no hay tiempo para amar,

solo para el azote de dios,
solo para temer,
solo para morir;

un dios que ríe desde torres eléctricas,
solo para adorar,
solo para morir

en una tierra
sin pan ni poetas;

mientras el mundo se duerme
sobre su propia lápida.