Carolina Ugas Pazos

El cielo que me espera

Me entrego,

me dejo caer a los pies

del maestro Carlos Monsiváis,

numen y máximo pontífice

en la hermandad

de los gatos callejeros.

 

Cuando llegas hasta él

luego de abjurar la fe

en la naturaleza urbana

llevas en la lengua

un tatuaje feminista,

se lo muestras

sacando las papilas

y respirando hondo.

 

No importa lo que hayas hecho antes

ni en lo que hayas creído,

ni en lo que te has convertido,

cuando llegas a su templo

primero sus gatos

te lamen,

te olfatean,

le confiesan quien eres

y se les eriza el pelo

o los bigotes

con cualquiera que aporte ratones

en lugar de otra ofrenda.

 

Él te dará paso franco

si puede arrancarte de un solo tajo

el ojo derrotista

y la oreja redentora.

 

Pasas y llegas a otro cenáculo,

allí está durmiendo Quiroga

en una hamaca paraguaya

con adornos de plumas de colores:

cacatúas, tucanes, guacamayas.

 

 

Horacio despierta,

te pedirá que fumes

la ayahuasca sagrada

y te lavara la cara

justo donde esté más magullada,

con dos rayas blancas verticales

marcará tu frente de acólito,

una danta le servirá de escabel

para sus pies descalzos

de suicida y de porteño.

 

Se quedará callado

cuando la noche alargue

sus horas lunares

en la clepsidra desnuda,

y sus ojos mutaran

hasta el próximo infinito

en el lugar finito

de su paz y su silencio.

 

Con bondad de tortuga

te dará una sonrisa

triste y lejana

como de mujer pública

cuando cobra su tasa

a un cliente habitual.

 

No es extraño

ser escritor y ramera a la vez,

es lo esperado

cuando no lo deseable.

 

El Señor de la selva

te mostrará la salida

sin hablar -es uruguayo-

te la indicará con su índice

de colores terrosos.

 

Al otro lado está

una escalera de plata

con esqueleto completo

y mandíbulas móviles

en el escalón más alto

te esperará Octavio Paz

con su traje originario

de Netzahualcóyotl,

y te hablará en náhuatl

para que sientas vergüenza étnica

como nunca antes

la habrás sentido jamás.

 

No entenderás ni una palabra,

tú eres de los eurocentristas

hablas fluidamente

en inglés, francés o alemán

tal vez algo de italiano o portugués,

quizás euskera o un poquito de catalán,

en español no por favor

pues sufres de esnobismo

en demasía.

 

Tú eres blanco, cristiano viejo, mantuano

tu pasado de originario

o de negro esclavizado fue borrado,

lo pagaste a muy buen precio

en euros o dólares,

nunca en moneda local.

 

Al fondo del largo pasillo

inicuo y erizado de colmillos

te aguarda José Martí

con una rosa blanca en la solapa,

llevando a su niño Ismael

delicadamente de la mano.

 

Su niño le habla al oído,

vierte en el padre

la ansiedad que le causa

la presencia del extraño

que está de pie frente a ambos

mirando y esperando

del padre una señal apostólica,

libertaria y rebelde.

 

Martí te da tres obsequios:

Una hoja de papel,

un lápiz de grafito,

una piedra redonda y lisa

con los tres sabrás que hacer

a nadie preguntarás

por sus usos y costumbres.

 

Y le darás la espalda

a aquel hombre que toma asiento

y empieza a arrullar

en voz baja, celestial,

al pequeño niño que se duerme

sobre sus rodillas.

 

Detrás de ellos hay

una puerta y un espejo,

cruzas este último sin más

porque no es de hombres buenos

tomar el pelo o los caminos fáciles:

el confort, la fidelidad,

la ingratitud, el desánimo.

 

Como una nueva Alicia

te encuentras flotando

en esa dimensión difusa.

A lo lejos se oye

un rumor de botellas azules

hueles un aroma de rosas amarillas

y un tecleteo sobre máquina de escribir,

te asomas a un pequeño despacho

donde Gabriel García Márquez escribe

escuchando vallenatos,

bebiendo un vaso de ron o de tequila.

 

Te sonríe acomodándose

los lentes sobre la nariz

te asperja con su bebida bautismal

y cuando tú le preguntas que hace

él te responde con sentida sencillez:

-Aquí voy, camellando.

 

Junto al del Gabo otro despacho

esta vez sí muy oficina

como de gobierno, rentas municipales,

o tribunales,

allí, sentado sobre una silla

y a favor de un nuevo relato,

Don Mario Benedetti

quiere verte hacer

tu declaración de impuestos,

la de tus pecados

ni siquiera le interesa.

 

Sobre su mesa reposan seis pocillos,

todos de colores distintos

llenos de café o de té con leche,

sin embargo, como buen montevideano

es de esperar que prefiera

el medio y medio:

medio de espumoso

y medio de vino blanco,

se ríe elocuente mientras tú vacilas

si preguntas por los perros Jules y Jim,

la caterva de maridos cornudos

o el cenobio de las mujeres casquivanas.

 

Asustado, antes de declarar

impuestos o pecados,

nada le preguntas, huyes como un gamo

y te escondes

te lavas la cabeza y los pies

porque has de entrar

en el rincón más santo

en el Santa Santorum

del agnosticismo escritural.

 

Julio Cortázar

gigante, más alto que nunca,

escondiéndose de las presencias espiritas

que han invadido su casa y sus muebles,

acariciando conejos

que nacieron de sus encías,

cubre su cuerpo

con la piel del jaguar

que alguna de sus hijas de papel

ha cazado sin su permiso.

 

Es él el primero de los altos sacerdotes

mirándote mucho

y no haciéndolo de frente

toma asiento frente al desafinado

piano de Berthe,

Rocamadour muere en su cuna

y resucita en los brazos de Julio,

el pequeño juega con su barba y bigote

de hombre-lobo, quizás de Berserker.

 

El vate les habla a tus manos

como si ellas tuvieran vida propia,

un hechizo común a todos los escritores,

las instruye sobre rayuelas y cronopios

sobre ajolotes y tuberculosos.

 

Te entrega la llave para que

puedas abrir el último círculo,

Dante no estará allí

cuando llegó a donde tú estás

tomó a Rulfo por Virgilio

y con él partió a pasito ligero

hacia una Comala nada italiana

no quería cuevas, sino desiertos

no quería lagos sulfurosos

sino cenotes repletos de ternura.

Tú, como un discípulo sincero

consciente de ti mismo,

de los latigazos capoteanos

y del mal de Montano

que te han llevado hasta allí,

vas buscando de puerta en puerta

hasta que das con el paradero

de la geisha tuerta.

 

Borges no quiere que veas

su aspecto de hombre viejo,

para resarcirse de la vejez

se te presenta

como una geisha joven,

eso sí, tuerta

tuerta para que no queden dudas

de quien es ni porque está allí.

 

Saca de entre los pliegues

de su kimono de verano

un precioso abanico de seda

lleno de dibujos con dragones plateados

y tigres que fingen ferocidad

y laringitis.

 

La geisha detrás de su abanico

asegura que no es una mama-san

y que no regenta ninguna casa del sauce

ella no finge a pesar de la peluca,

el polvo de arroz que blanquea sus hombros

y las altas sandalias, tipo coturno

barnizadas con laca negra.

 

Julio le reclama su atuendo

y ella se defiende apasionadamente:

-Me visto como me da la gana,

aquí todos hacen lo que quieren:

Hemingway abusa de los enteógenos,

jugando dominó y pescando merlines

César Vallejo más periodista que nunca,

se la pasa entrevistando al que llegue,

García Lorca, Wilde y Kavafis

son los organizadores -en astral-

de la marcha del día del Orgullo Gay,

y yo no puedo vestirme de geisha

a pesar de que Octavio

semeje un caballero jaguar,

tú vistas como los antiguos

sacerdotes egipcios,

y Horacio Quiroga insista en vivir

semidesnudo como un buen salvaje.

 

Yo quiero ser geisha

porque mi alma es de geisha,

la palabra geisha significa artista

no prostituta, por si acaso,

merezco respeto

soy mayor que tú

aunque aquí no lo parezca.

Julio acepta su defensa

y suplica no le guarde ningún encono,

le señala con urgencia:

-Ha llegado alguien nuevo,

démosle la bienvenida que merece.

OLLIN

12/10/2014