Gravedad de los otros
Desde niño,
me descubrí suspendido,
como si el aire supiera mi nombre
antes que yo.
No volaba:
era el vuelo.
Entonces vino ella
y le ofrecí
la mano sin duda.
Pero su miedo brotaba como hiedra
en torno a sus tobillos.
Y cuando rozábamos el cielo,
su cuerpo recordaba el peso —
el peso denso, húmedo,
del mundo.
Saltaba sobre sus propias sombras,
como quien recita una oración
para no creer en ella.
No quería mi altura:
quería que descendiera con ella.
Y descendí.
No por amor.
Por no deshabitarla.
Toqué fondo,
pero no temí.
Jamás.
Era luz,
incluso cuando los párpados del mundo
la repudiaban.
Ahora sé:
no quería hundirme.
Quería que atara mis alas
a su manera de ignorar el cielo.
Y no la culpo.
Hay quien necesita la tierra
como si fuera su religión.
Gente que no cree en el vértigo
porque nunca se asomó.
Yo no.
Mi mapa: el viento.
Mi fe: el vértigo.
No retengo el fuego
para que otros no ardan.
No dono mis días
al altar del miedo ajeno.
Volar —
es sencillo.
Lo complejo
es la gravedad de los otros:
sus excusas,
sus dogmas,
su nostalgia de piedra,
sus teorías
para explicar
que no saben flotar.