Alberto Escobar

Es más lento, sí.

 

 

El tiempo pasa más lento
de lo que lo planificas.
Empieza el día, montas
un plan, una previsión, y él,
dentro de los entresijos de ella,
pasa a una velocidad 
de vértigo, y cuando te sientas,
café y tostada mediante, el pc
cual televisor moderno a la carta,
la música que te pones 
de fondo para templar gaitas,
todo, amalgamado como gachas
maternas, confabulan una calma,
una lentificación capciosa del tiempo,
de la que te sientes orgulloso
de ser notario, de atestiguar sin firma,
solo con la mirada y los vellos erizados,
y todo lo planeado, lo escueto de listas
frías y racionales, se despliega marítimo,
oceánico, en un no pasar la vida
que te hace reflexionar lo que nunca
antes reflexionaste, y te quedas atónito. 
Cuando anticipas, vas andando, pierdes
la noción del tiempo, del tráfico
que discurre rozándote la pantorrilla,
el tiempo pasa a pertenecer de súbito
a la dimensión einsteniana más conocida,
la del espacio-tiempo, donde un reloj,
sea del precio que sea, esté en estanterías
de caoba o de plástico desechable, no tiene
voz ni voto, donde su maquinaria —precisa,
eso sí, pero de una precisión de andar 
por casa— que lo mantiene en vida, que le 
permite salvarse de la quema de ser tirado
a la basura, es tan nimia, tan insignificante
como la canica terrestre en un trozo 
de universo, y eso me pega a la tierra,
me hace sentirme en el rigor de la realidad, 
en el bocadillo de chorizo y el vaso de leche...
Ya está, lo dejo ya, que me estoy 
poniendo pesado...