De la mente diáfana en su esencia,
que al empíreo eleva su quebranto,
donde el astro, en su fúlgido manto,
transmuta en sacra luz su trascendencia;
la efímera razón, débil presencia,
en lóbrega mansión ahoga el canto,
y al ímpetu que exhala dulce encanto,
le impone cruel y acerba penitencia.
¡Oh, inefable dolor, culpa inclemente!
Que el orbe sideral en su hermosura
confunde al pensamiento, ya doliente;
la bóveda celeste, refulgente,
trasciende del mortal toda cordura,
danzando en plenitud, resplandeciente.