Laura Meyer

La promesa cumplida

La promesa cumplida

 

Fui una niña que aprendió, por desgracia, a leer las distancias, a interpretar el significado de una visita que no traía abrazos responsables, ni miradas puras. Y todo eso gracias a mi padre, a ese hombre de paso que ha cruzado por mi vida contadas veces; estoy segura de que hasta las podría enumerar. Y esas veces que llegó, lo hizo con las manos vacías y con nulos sentimientos para conmigo.

 

Sin embargo, yo, por el deseo de ver a mis hermanos (John, Camilo y Juliana), los cuales vivían con él, me vi forzada a ignorar su falta de afecto y a suplicarle que me llevara a verlos, como si el amor entre hermanos fuera un privilegio que necesita permiso.

 

Y por amor, rogué.

 

Sí, lastimosamente rogué con la inocencia que solo una niña puede tener, sin imaginar que el anhelo de un reencuentro con mis hermanos me llevaría a territorios donde la niñez se desvanece, donde las risas dejan de sonar y donde el alma aprende a guardar silencio.

 

Tristemente, en esos dos encuentros que debieron estar llenos de alegría y amor, descubrí que no todos los adultos saben cuidar. Que hay padres que no distinguen entre el amor que protege y el deseo que contamina. Que no todo hombre que engendra merece ser llamado papá.

 

Tal vez debí sospecharlo, pero era demasiado inocente para comprender que quien nunca trajo un cuaderno, un par de zapatos, ni siquiera un gesto de afecto sincero, tampoco traería la intención de protegerme. Y quien no se hace responsable, tampoco se detiene ante el deseo que jamás debió cruzar.

 

Aun así, crecí.

Crecí superando ese fantasma, y encontré fuerza. La fuerza de una promesa que me hice a mí misma: ¡que mis hijos jamás repetirían mi historia!

 

Y desde entonces he orado sin parar.

Le clamé a Dios por un hombre que, más allá de mi compañero de vida, fuera un padre en todo el sentido de la palabra. Un protector, un guía, un ser que mirara a nuestros hijos con ojos limpios, con ese amor puro que no confunde y mucho menos lastima.

 

Y Dios respondió.

 

Me regaló a mi esposo, a un hombre imperfecto, como todos lo somos, pero con un corazón genuino y un respeto inquebrantable hacia nuestros hijos. Con él, descubrí lo que significa tener un aliado en la crianza: alguien que celebra los logros de nuestros hijos como si fueran trofeos suyos, que se levanta en la madrugada solo para asegurarse de que estén a salvo —y jamás con otra intención—, que escucha con atención, acompaña con paciencia y los corrige con amor.

 

No es un héroe de cuentos, pero sí ha sido el héroe de nuestra historia. El padre que se agacha para amarrar zapatos, que prepara alimentos para nuestros hijos, que abraza y les dice “te amo”, y cuya mirada hacia ellos es la más pura que Dios me regaló.

 

¡Hoy, esta es mi victoria!

Al mirar a mis hijos y ver en sus ojos una seguridad, una confianza que nace del amor sin condiciones, del abrazo constante, de la certeza de que hay un papá seguro al que siempre van a querer amar.

 

¿Y a él? Lo perdoné.

No porque lo mereciera, sino porque mi alma y mi descendencia necesitan vivir en paz. Solté el peso de lo que hizo y de lo que nunca debió pasar, pero eso no significa que haga parte de mi maravillosa familia. Su presencia no está, ni estará, junto a los míos. Y no es por rencor: es por proteger a mis hijos de quien alguna vez no supo ver a una niña como lo que era: una niña.

 

Laura Meyer