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COBARDE, EL ÚLTIMO

COBARDE, EL ÚLTIMO

 

Las colinas, más bien las montañas, del oeste
se iban ensombreciendo, y uno podía pensar, 
hacia el final de la tarde, en atreverse a salvar 
las encrespadas pendientes, los prolongados terreros 
que se apreciaban desde los pisos más altos 
del centro de la ciudad, atreverse a descubrir, tal vez, 
nuevos abruptos parajes 
y suelos dañados
por la picadura del sol, con la seguridad de que por el lado
poniente, el desierto podía ofrecer muchos más hacinamientos 
de colinas pétreas, de cerros calizos, de montañas ardientes,
casi hasta decir basta y poner fin,
con el pensamiento, a la dramática ascensión.
Pero había primero que atreverse, porque el suelo 
resultaba siempre áspero o lleno de guijarros saltarines 
donde echar una cabezada costaba lo suyo,
y donde la sombra del árbol aparecía solo en grupos
aislados al fondo de las vaguadas y al amor de una fuente
abierta en el roquedal, con el paso a menudo intranquilo
y desconfiado.
Cada vez que miraban por la ventana más alta del edificio
del centro, los tentaba hacia el oeste 
lo sinuoso del itinerario, 
la búsqueda de nuevos abruptos espacios,
la irrupción en el centro del paisaje más agreste del mundo
y casi siempre hostil para los hombres de ciudad.
Las cimas por lo general coronadas 
por la roca que brilla como monolito,
o por los candelabros verdes, enhiestos,
cubiertos por las espinas de los cactus
–y por las nubes enrojecidas de la tarde–,
que pueden absorber todo el líquido elemento
de varias millas en derredor.
Si hicieran el esfuerzo notable
podrían alcanzar con seguridad el siguiente valle encajonado, 
y, ya triunfantes y con el torso desnudo,
atravesar un pueblo pequeño, el penúltimo, 
como meta definitiva, con las calles de tierra 
aplastada y sin nombre conocido.
Y, a mitad de trayecto, avistar 
alguna cabra salvaje como animal notable,
que da gusto sorprender en su propio medio, u oír también el lamento
de un coyote lejano. 

 

Gapar Jover Polo