Gastón

Lease como una vivencia simplificada

Sábado
14/06/2025 - 10:43 A.M.

Sueño con gente que ya no está.
Sueño con momentos en los que me equivoqué.
Sueño, todavía, con querer mejorar.
Pero estoy deshecho,
como un trapo viejo,
como un recuerdo olvidado,
como si nadie intentara buscarme.

Insolente.
Malviviente.
Inhumano.

Estaba bien cuando no sabía
lo que era existir.
Estaba bien cuando no entendía,
cuando no conocía lo que era la amistad,
cuando no sabía qué era el amor,
cuando no sabía que el saber se adquiere,
tarde o temprano...
Lo buscás, o te busca.
En tu último suspiro, o en tu sexto error.

Estaba bien viviendo en una repetición continua
de acciones predeterminadas por uno mismo.
Rutina.

Ese empuje visceral que te pide algo
que parece imposible para un ser humano.

Como si un genio matemático,
sin elegir serlo,
se volviera genio solo por impulso,
resolviendo problemas casi de forma automática.
Como si el porqué de vivir ya estuviera escrito.

Y yo, al parecer, me encontré con mi yo pequeño:
golpeado, solitario, sin amor,
con la incapacidad de entender.
Casi como si no supiera leer,
casi como si no supiera escribir.

Solo sabía que existían el amor y el odio.
Tan limitantes como “el amor sana” y “el odio mata”.
Tan limitantes como “amar significa” y “odiar significa”.

Recién a los dieciocho años aprendí
que existían los libros.
Que había más carreras en la universidad
que abogado o médico.

Imagínense ustedes, lectores,
a un niño del siglo XXI sin entender nada de esto.
Y no fui un niño de la calle:
tuve casa, ropa, comida.
Pero mis padres y hermanos
eran como personas que solo sabían
comer, dormir, levantarse, trabajar.

Solo conocí su agresión, sus malos tratos,
esas palabras repetidas
una y otra vez en la cabeza de un niño
que terminó creyendo todo lo que le decían.

Recién a los dieciocho supe que podía leer
cuando terminé mi primer libro.
Lloré.
Porque siempre me dijeron que era un fracasado,
que iba a ser igual que mi padre.
Y cada vez que preguntaba algo,
solo por curiosidad, solo por querer aprender,
recibía agresión.

Una y otra vez.

Según ellos,
yo era un niño demasiado bueno,
y por eso eran así conmigo.

Hoy, siendo adulto, me aíslo de la sociedad
por miedo a lastimarla.
Y, como cualquier humano que elige la soledad,
encuentro algo de felicidad.
Pero sigo teniendo las mismas carencias
que cuando era niño:
una charla sincera,
un abrazo amistoso,
o siquiera la caricia de algún amor romántico.

¿Estoy siendo cruel conmigo o justo con la sociedad al mantenerme aquí?