No tuve tiempo para el llanto,
ni siquiera un primer respiro.
No conocí el sabor de la leche,
ni la caricia de una nana en la frente.
Fui latido apenas,
un susurro en lo profundo de tu vientre,
una promesa que no llegó al mundo.
Y ahora soy viento...
un pequeño espíritu sin patria,
que cabalga un caballo negro
por los recovecos dormidos de la tierra,
buscando un pecho,
una mano,
una voz que me diga: “aquí estás”.
La tierra no me abraza,
el cielo no me nombra.
Yo existo en la grieta,
en el hilo cortado antes de ser nudo.
Mi caballo negro no galopa con furia,
galopa con nostalgia.
Con la ternura que no me diste,
con los cuentos que no me contaste.
No te maldigo, madre sin rostro,
no te odio, madre sin abrazo.
Solo te busco.
Como quien busca calor
en una casa derrumbada,
en una casa que ya no existe.
A veces,
en la madrugada de los árboles,
creo verte en el viento,
una sombra leve
que casi me toca,
siento llorar, pero ni eso puedo,
siento que la asfixia son las lágrimas
de otra dimension y de otro tiempo.
Pero me despierto solo,
en el polvo de los no nacidos,
jugando con estrellas rotas
y preguntas que nadie responde.
Si alguna vez tus manos tiemblan sin razón,
si lloras en sueños que no entiendes,
quizás soy yo,
ese hijo de humo y deseo,
que aún cabalga por ti,
sin rencor,
sin nombre,
esperando que un día me mires
y digas
—aunque sea tarde—
“perdóname”.