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El alma que dejaste en mis umbrales

El alma que dejaste en mis umbrales

 

Trae tu sombra de mujer hasta mis brazos,
ese silencio tuyo que aĂșn respira
bajo la corteza tibia del verano
y en las primeras hojas que se caen.

Ven sin decirme nada, como entonces,
con la herida del juego en las rodillas
y esa mirada honda, entre asombrada
y ausente, que olĂ­a a pan y viento.

He guardado tus pasos por los cuartos
que ya no tienen lĂĄmparas ni risas,
y sĂ© que aĂșn te duelen las palabras
que nunca supiste si decir o callar.

Acércate: vamos a ser nosotros
sin tiempo, sin relojes ni estaciones,
como se es cuando el mundo se adormece
bajo una luz que ha olvidado el dĂ­a.

Dame tu pena antigua, que yo tengo
otra que le responde desde lejos,
de esos dĂ­as que nunca sucedieron,
y pasan como trenes sin destino.

Haremos de los restos de la infancia
un ramo nuevo, de inviernos deshojados,
donde los nombres sean sĂłlo ecos
y los abrazos, la Ășnica morada.

Y si alguna vez fuimos tan distintos,
ya no importa: el tiempo también yerra
cuando pretende, ciego, que el alma
se desgaste al compĂĄs de los relojes.

VerĂĄs cĂłmo, al juntar nuestras nostalgias,
nace algo distinto, como un ĂĄrbol
de hojas que ningĂșn otoño alcanza,
con savia de memorias entrelazadas.

Reposa aquĂ­ tu antiguo desconcierto,
que todo lo que fuimos se haga ofrenda,
y que al final —sin miedo ni preguntas—tengan nuestras manos la respuesta.