Larga espera (en octavas reales)
Esperó junto a torres derruidas,
cuando el sol declinaba su memoria;
sus melenas, de niebla revestidas,
eran hilo fugaz de vieja historia.
La batalla dejó voces perdidas,
y en el viento quedó la escasa gloria;
de su amante, decían, que sostuvo
un grito entre la sangre que mantuvo.
Guardó su pañuelito desvaído
bajo una capa gris, rota y callada,
rezó con los corderos al oído
del dios que casi nunca dice nada.
El otoño volvía repetido,
y el día con arena bien mojada;
mas el viento, sin tregua ni clemencia,
trajo solo la muerte por presencia.
El cuervo descendió con su mensaje
de huesos apagados y ceniza,
como un último aliento sin lenguaje,
como un eco que hiela y que desliza.
Ella, fija en su mundo de celaje,
encendía su luz, que la tamiza,
y al silencio confiaba su desvelo
como si él respondiera desde el cielo.
El invierno tejía sus mortajas,
con la escarcha bordaba sus cabellos,
y al sonar de relojes sin ventajas
se caían los muros por destellos.
Ya la torre, vencida entre las cajas
del olvido, se hundía entre destellos.
Y en la noche final, sin más aurora,
ella murió soñando que él la implora.