Diviso mi meta en el horizonte como un castigo,
una cruz de neón sobre autopistas vencidas,
porque hay otros lugares, cerca de las costas,
que no conquistaré jamás.
En esta travesía veo los rostros fugaces
de victorias marchitas.
No son más que máscaras,
máscaras que ignoran su derrota
cuando el tiempo se pliega hacia atrás:
carcasas vacías donde retumba el viento
que no regresará más.
Y a mi regreso,
¡oh ciudad de ventanas cerradas y sueños mutilados!,
hallé esto:
Hombres amanecidos,
recogiendo la mierda de los perros en bolsas plásticas,
como si lavaran los pecados del asfalto.
Mujeres huesudas que ya no quieren comer,
no porque falte el pan,
sino porque Baal gobierna sus corazones,
su mente, su estómago.
¡Baal!
Devorador de voluntad.
Baal de los anuncios luminosos.
Baal del bisturí,
de la píldora,
de la cinta métrica.
Harapientos buceando entre tarros de basura,
mendigando centavos para comprar marihuana o piedra,
durmiendo en las antesalas de los bancos:
rituales menores de una tribu sin templo.
Corro entre el ruido metálico de monedas caídas,
entre el bramido de motores
y el crujir del cielo oxidado.
Sin el gaseoso e incandescente sol,
sin la roca lunar.
Solo el moho,
la gripe,
el hollín.
Entre la indiferencia de casacas oscuras
y afilados fríos que cortan la piel como cuchillos.
Cicatrices de una urbe que ya no reza.
Corro como un fauno desnudo en el pasillo del fin del mundo,
como un semidios expulsado de su suite suntuosa,
con vino aún en los labios
y caviar en las uñas.
Corro hacia ninguna parte,
aullando mi evangelio de derrota y júbilo,
mientras Baal se ríe,
fumando las ruinas de la civilización.
He logrado atravesar el alba,
llegar al amanecer como un milagro:
un estallido de compasión divina
en medio del concreto resquebrajado.
Una orden ancestral.
Una palabra escrita en hebreo antiguo
que resonaba en mi pecho como un tambor:
la voz de una autoridad sin rostro
que aún ordena sobre las tinieblas
de la mente moderna.
Ahí estaba yo,
sentado como un loco
en la antesala del infinito,
esperando un turno que no recordaba haber pedido,
con la garganta en llamas,
sediento de ayahuasca,
de fukuju,
de peyote
y de agua,
de cualquier cosa que me lavara el alma.
Avergonzado,
con sed,
incomprendido,
vestido con un sueño en harapos.
Mi perro y mi gato a la orilla del Estigia,
esperando a Caronte
con la mirada baja
y las patas mojadas.
¡Oh oscuridad profunda!
Ríete de mis cimientos desmoronados,
porque no importa.
Yo te vi la cara
en los muros mugrosos que cercan a los hambrientos,
en los anuncios que prometen sonrisas verdes
a cambio de una deuda infinita.
Recuerda que yo te di la espalda
cuando me ofreciste lo que no quise tener:
la comodidad sin alma,
la fe embotellada,
la abundancia podrida.
Porque aún caído,
yo tenía las alas tatuadas en la espalda,
y regresé por mi espada oxidada
en el jardín del despojo.
Tú que gobiernas con el dólar,
el miedo y la guerra,
¿quién soy yo para despreciar tu poder?
Y sin embargo lo hice.
Me recluí en una tierra pobre para tus ojos,
donde el oro no vale nada,
y comí de los granos y de las bayas caídas,
como un animal libre bajo la lluvia.
Mientras tú habitas en los hombres sin corazón,
los de sangre azul,
no por linaje,
sino por la tinta de lapicero que corre por sus venas:
firmando contratos,
sentencias,
ruinas,
guerras.
Heme aquí,
en las ruinas ardientes de la civilización,
siendo nadie:
una sombra entre la bondad y la indiferencia,
una chispa temblorosa en el páramo de los días.
Doy órdenes a mi mente como un general sin ejército,
y abrazo mi corazón ardido,
mi brújula rota en medio del infierno,
como un argonauta ciego
mirando más allá del humo y la ceniza,
hacia el vellocino de oro,
hacia las victorias futuras
que aún cantan su nombre
en la garganta de los que aún no han nacido.