Se levanta desde la oscuridad.
Alegre y sonriente, el sol comparte su brillo.
No se preocupa — todavía no conoce el atardecer —.
Su color cambia poco a poco,
y su calor despierta a la fría hierba,
que agradecida le muestra sus colores sin pudor.
Ya son las cinco, y miro su reflejo
en el mar bañado de azul y plata.
Así, el mar mece al sol y parece que lo arrulla.
Ya casi dormido, el sol se funde con el atardecer
y su luz, ahora tímida, se desvanece.
El sol, como un infante, se sonroja ante el horizonte.
Entonces llega la noche, madre del atardecer,
y le extiende sus brazos sin prisa.
Y el sol ya dormido cae en su regazo.