Hay en mi morada dos fuegos sagrados,
dos huellas de bruma, dos lazos sellados,
un gris que en la muerte se tornó lucero,
y un ámbar que late, pequeño y sincero.
El gato cenizo, de andar sigiloso,
vivía en la sombra cual rey silencioso;
su amor nos dejó como un manto celeste,
fragancia de ausente que aún permanece.
Y la amarillita, de escaso tamaño,
parece una chispa, un sol de rebaño,
con ojos de miel y maullido encantado,
acaricia el mundo, lo vuelve sagrado.
Ambos son reliquias de amor infinito,
uno ya en la estrella, el otro en mi rito;
mas viven en mí, sin tiempo ni abismo,
el uno en mi lágrima, el otro conmigo mismo.