Una mañana decidí levantarme,
me arranqué la daga del corazón,
abrí la ventana sin miedo,
y el cielo, que era gris,
lo pinté de celeste con mi propio dolor.
Mi flor, marchita, volvió a florecer,
y dije firme: “No más dolor”.
Me puse de pie con alma nueva,
y caminé hacia el bosque,
siguiendo el pulso de mi corazón.
Tendí una manta sobre la tierra,
me recosté mirando el cielo,
tan inmenso, tan azul, tan bello...
Respiré profundo y me llené de luz.
Cambiar era necesario. Y cambié.
Tuve que hacerlo para protegerme,
para volver a ser mía.
Y entre los árboles susurré una promesa:
nadie más me va a lastimar.