El día que me muera -siempre a destiempo-
que nadie cierre las ventanas:
dejen que el polvo siga su danza
y las veredas bostecen como cada mañana.
Que el bien común respire aliviado,
por fin sin mi costumbre de doblar
los mapas hasta que pierdan el norte
y convencer a las escaleras de subir hacia abajo.
Yo me iré, liviano,
con la torpeza exacta del que nunca supo caminar derecho,
dejando atrás un cajón de preguntas sin sellar
y aquel archivo de silencios en hojas dobladas,
tachonadas de lapicera que jamás quiso borrar nada.
No habrá epitafio importante,
apenas un garabato en la esquina del aire.
Y si alguien tropieza con mi ausencia,
que tome mi nombre como marcapáginas
en su libro favorito de absurdos cotidianos:
allí donde la realidad siempre pierde
por un punto y coma de distancia.