La señora llovía dulcemente
sobre mis huesos parados en la soledad
Juan Gelman
Los vapores sofocados salían de aquel lugar.
Era Amalia con la toalla medio puesta.
Podía resaltarse la curva de sus muslos
y de sus pequeñas colinas puntiagudas
la misma que se escurría lentamente
por la piel de unos veinte y tantos años
mientras yo, juicioso, entregado sin más a mi labor
miraba de reojo, totalmente desconcertado
y desconcentrado por detenerlos en Amalia.
Me encontraba frente al computador
escribiendo un sinnúmero de palabras que
únicamente yo conocía.
Amalia buscaba un no sé qué,
no hacía más que inquietarme y alarmarme
ella siempre buscaba la peligrosidad
por eso se apareció de repente
de puntillas, para no hacer ruido. Seguía buscando.
Conocía a precisión la ubicación de las cosas
con tan solo tantearlas,
ponía sus dedos encima de ellos, después
colocaba las manos juntas al frente, como una poseída.
La toalla mal puesta se terminó de deslizar
ante los cuadrados de aquel piso blanco
ella no se escandalizó, buscó mis brazos
para que cubrieran su tejido epitelial.
Era preciso dar apertura al asalto.
Amalia invadía, invadía sin piedad
pues no tenía compasión, ni por ella misma.
Se escuchó el alarido de una silla.
al fin encontró el botín que con tanto empeño
buscaba, aun teniendo la vista nublada.
Los dedos muy bien se amaestraron
amansaron aquel tesoro que había encontrado
Me puse arisco al principio porque no quería
que se dieran cuenta, entonces
una mano cerró las ventanas
y la otra removió las cortinas
dejando un vaho de aromas y
vapores sofocados
cubriendo así, hasta el más leve
de mis sueños.