El reloj marcaba las 00:00 horas. Alex salió de la YPF donde trabajaba. Vuelve a casa caminando con la mochila colgada de un solo hombro, los hombros tensos, el alma cansada y la mente partida en mil pensamientos. La calle se extendía ante el, como un lienzo vacío, tragado por la oscuridad.
Era una noche oscura y vacía como cualquiera. El alumbrado público derramaba su luz amarillenta con una pereza doliente sobre El Acceso. Una calle de tierra firme y resquebrajada, que desembocaba en la entrada a Puerto Seco. La bruma —pegajosa, sucia—, parecía salir de los pastizales, como un vaho que el propio pueblo exhalaba en sueños febriles.
El Acceso era como una herida mal cicatrizada. entre casas y terrenos baldíos dormidos. Caminaba de regreso a su casa, dentro de sí mismo, arrastrando los pies sin notarlo, como si cada paso lo llevara más lejos de lo que alguna vez fue. Pensaba en ese cliente maleducado que le reclamó un supuesto vuelto faltante, en el aumento que no llegaba, en la cena fría que seguramente lo esperaba, y —en medio de ese caos cotidiano—, en Lucía, la cajera. Pensaba en su sonrisa. En sus ojos. En si había sido real o solo una cortesía hueca. Esa duda, pequeña y absurda, lo mantenía vivo más que cualquier otra cosa.
A la mano izquierda del Acceso, la chacra de los Flores dormía en la penumbra como un animal cansado. El alambrado torcido separaba el campo de la calle, pero no del silencio. Había hileras de tierra arada que aún conservaban la forma de las últimas pasadas del arado, endurecidas por el frío. Un par de árboles sin poda marcaban el límite del patio, donde se adivinaban siluetas inmóviles: una pala, una rueda, una silla bajo techo. La casa era baja, de ladrillo visto, con una ventana que daba a la calle, aunque nunca tenía luz. Nadie sabía cuántos quedaban allí adentro. La familia Flores había sido numerosa, trabajadora, conocida. Con el tiempo, solo quedaron los restos: uno o dos hermanos, casi fantasmas. Pero la chacra seguía ahí, como siempre. Callada, sin dar explicaciones, con su olor a campo húmedo y a cosas que no se nombran.
A la derecha del Acceso, el tambo se alzaba con su estructura baja y larga, de techos de chapa y paredes salpicadas de cal. Incluso de noche, se podía intuir su orden: los corrales bien marcados, el galpón principal con las puertas cerradas, los tanques brillando bajo la luz renga de los postes. A esa hora no se oía nada, salvo el roce suave de alguna vaca inquieta o el golpeteo de la lona contra el viento. Parecía dormido, pero no lo estaba del todo. Siempre había alguien adentro: un peón que se quedaba hasta tarde, un encargado que revisaba algo, un animal que no terminaba de echarse. De día, el tambo era otra cosa: una rutina constante de leche, barro y trabajo. Proveía a los comercios del pueblo, abastecía a la ciudad cercana, y daba empleo a varias familias. No era grande, pero en Puerto Seco era uno de los pocos lugares donde aún se podía conseguir trabajo sin irse. Muchos decían que si el tambo cerraba, medio pueblo quedaba en pausa. Pero por las noches, desde el camino, no parecía un lugar de producción. Parecía una criatura inmóvil, enorme y callada, respirando apenas entre las sombras.
Fue entonces cuando escuchó los primeros pasos.
Muy atrás. Lejanos. Tenues. Como si alguien hubiera pisado la realidad con suavidad, cuidando no despertar nada. Los oyó, sí, pero no los registró. Su mente los empujó al rincón de los ruidos insignificantes: un gato, un eco, su imaginación.
Pero los pasos volvieron.
Más cerca esta vez. Más nítidos. Más decididos.
Como si ya no quisieran pasar desapercibidos.
Alex se detuvo en seco. El aire pareció coagularse a su alrededor. Todo se volvió tenso, afilado. Escuchó el silencio como si fuera un zumbido, un grito contenido. El corazón, antes adormecido en la rutina del día, empezó a golpearle el pecho como una advertencia. Pum-pum... pum-pum… pum-pum… No como un ritmo, sino como un llamado. Como si algo, desde adentro, también quisiera escapar.
“No pasa nada”, se dijo. “Seguro es Martín. Vive por esta zona. Me lo crucé otras veces. Capaz venimos caminando a la par. Seguro es él. Seguro…”
Volvió a moverse, pero su andar ya no era casual. Los pasos se aceleraron también. No corrían, no. Solo imitaban. Calculaban. Cada paso suyo era correspondido con otro, idéntico, milimétrico, pero no propio. Un reflejo desfasado, como si el eco tuviera voluntad. Como si la sombra de sus pisadas quisiera tener cuerpo.
El viento cambió. Una ráfaga helada, inmisericorde, le lamió la nuca y le metió los hombros en el cuello. El olor del aire también cambió: a humedad vieja, a tierra removida, a hierro oxidado. Ese olor particular… imposible de no reconocer. Olor a sangre seca.
Tragó saliva. Se le hizo piedra. Sintió que la lengua se le pegaba al paladar, que la garganta era una manguera retorcida y vacía. El sudor le bajaba por la espalda, pero no era sudor cálido: era frío, viscoso, como si su cuerpo intentara exudar el miedo por los poros.
No miró atrás.
No debía.
Había algo en sus huesos —algo ancestral, atávico— que le gritaba que no lo hiciera.
Que lo que caminaba detrás no quería ser visto.
No todavía.
Su mente, enloquecida, le ofreció teorías para sobrevivir: un ladrón, un drogadicto, un loco. Cosas del mundo. Cosas manejables. Pero otra voz —más antigua, más callada, más cierta— le murmuraba lo contrario: que eso que lo seguía no necesitaba excusas para existir. Que no era de este mundo, pero conocía cada rincón de él. Que sabía imitar pasos, pero no era humano. Que no lo quería robar… quería acompañarlo.
Los pasos sonaban distintos ahora. Más pesados, más graves. Como si en vez de pisar la calle, golpearan una puerta. Una que estaba justo debajo. Toc... toc... toc...
No eran pasos.
Eran llamados.
Como si la tierra fuese una puerta, y desde abajo alguien o algo esperara que Alex se detenga para salir.
El corazón de Alex se volvió un tambor frenético. Latía contra las costillas como si quisiera romperlas. ¡PUM-PUM! ¡PUM-PUM! ¡PUM-PUM! Como el galope de un caballo, atrapado en su interior, huyendo despavorido por el campo. Cada latido dolía. Cada “PUM-PUM” era como una cuenta regresiva.
“Basta”, pensó. “Basta.”
Se detuvo.
Las piernas le temblaban. Las manos también. Pero giró. Lentamente. Como si tuviera que vencer una resistencia invisible, como si el aire se hubiera espesado hasta convertirse en barro. La boca le sabía a óxido. Cada diente era como un clavo. Pero lo hizo. Se dio vuelta.
Y cuando miró no había nadie. Solo la calle que se extendía frente a él como un lienzo vacío, tragado por la oscuridad.