\"Éramos muchos y parió la abuela\"
La abuela, Peter Hârtling
Los cielos ya no albergan serafines,
las luces no presagian nuevo día,
sólo giran en círculos sin fines
los ojos del poder vigilia fría.
Desde un Olimpo de datos vigila,
decide quién respira o se aniquila.
No hay truenos ni jinetes en la bruma,
sólo un zumbido suave, casi canto,
el fin del mundo arrulla con su espuma
y cae en bits desde un abismo santo.
No hay Dios de juicio ni fuego encendido,
sólo un código oscuro y entendido.
La cuna es de metal, el niño ignora
que el cielo ya dictó su despedida.
La bestia no aparece ni devora:
es un punto que arde en la red dormida.
No lleva cadenas ni piel prendida,
y su aliento deja tierra abatida.
El dron desciende como rezo impuro
dictado por un dios sin rostro humano.
No hay juicio en su temblor frío y oscuro,
ni altar que absuelva su destello arcano.
Donde hubo un suspiro, hay sólo la brasa,
y el nombre del niño se va de casa.
Preguntan por qué el cielo ya no canta,
por qué se esconde el ave entre la espina.
Es que la guerra ya no se levanta
con rostro, ni coraza, ni doctrina.
Cuna tras cuna, el infierno se esculpe,
círculo nuevo que a nadie disculpe.
Se abre el Averno y la bestia despierta,
no ruge, no sangra, arrastra rencor.
Su grito es una cifra siempre abierta,
su firma: infancia marcando el terror.
Con cráteres hondos donde hubo abrigo,
y un mundo observa sin darle castigo.
El dron lanza fuego, y llueve tristeza.
La pena sin rostro, cruz ni sepulcro.
No hay manos que carguen esa vileza,
sólo un pulso detrás de un vidrio oscuro.
Desde un continente dormido en juego,
los muertos despiertan, sienten su fuego.
JUSTO ALDÚ © Derechos reservados 2025