Allí,
dónde el aire no se mide por relojes,
ni los pasos por semáforos,
respiro sin apuro
el aliento tibio
de las hojas.
Las ramas no preguntan,
me reconocen.
Murmura el musgo bajo mis pies,
una lengua antigua
que mi piel entiende.
No hay gritos,
solo el canto
que nace entre las grietas del tronco
y la risa clara del agua
cuando tropieza con las piedras.
Aquí,
la luz no arde,
acaricia.
Y el tiempo no pesa,
se disuelve
en la danza perezosa
del polvo dorado.
Lejos,
la prisa se oxida
en los bordes de lo concreto.
Aquí,
mi sombra se acomoda
dónde el viento sabe mi nombre
y los silencios me abrazan.
La dama silenciosa