Soy el adepto fiel de tu doctrina,
devoto de tu sombra y de tu engaño;
y aunque tu ley castiga y me fulmina,
la observo con amor, sin desengaño.
No hay dogma más cruel que tu mirada,
ni credo más ardiente que tu piel,
y, sin embargo, vivo la jornada
como si fuese un monje en tu bajel.
Renuncio al mundo, al oro y a la gloria,
a cambio de una tregua en tu querer,
pues vale más un gesto en tu memoria
que mil reinos ganados sin tu ser.
Dame la cruz, el cilicio, la herida,
tu amor que es penitencia y redención,
que el mártir que te sigue no se olvida
de hallar gozo en su propia perdición.
He quemado los libros, las banderas,
las voces que decían: “huye, escapa”;
soy templo de tu fe y tus primaveras,
aunque a veces me arrojes como a la nada.
Tú eres mi altar, mi rito, mi blasfemia,
la santa herejía de la pasión,
y si acaso mi alma cae en anemia,
será por comulgar de tu ilusión.
Que digan los doctores de la cátedra
que hay ciencia en negarte... yo no puedo;
pues basta tu silencio como cédula
para sellar mi voto y mi denuedo.
Y si un día, al fin, niegas mi presencia
y arrojas mi fervor como un papel,
diré, con voz de sabia irreverencia:
“fui tu adepto, y eso solo fue mi bien.”