Amo a mi vecina y a todas las vecinas solas,
maduras y asociales de los pisos de arriba.
Sobrevivientes a desaires, desamores y otros terremotos existenciales.
Sordas al aullido temible de las IAs,
desentendidas de la ola neofascista que sumerge al mundo.
Flacas por exceso de nervio, ensimismadas
en sus mundos únicos de lexatines y clásicos
de la metro goldwyn mayer.
Con pisada liviana de espíritu amable,
amorosas tutoras de tristes tortugas de bidé.
Lujurias entre lloreras e insomnios impuntuales,
entre vinos oscuros como la lencería de sus sueños.
Solitarias, secretarias, silenciosas, funcionarias
asociales e incomprendidas que llaman a tu puerta
y con lastimera sonrisa
te piden dos huevos para la tortilla
un vaso de leche o una horita de conversación
en modo monólogo
capaz de aburrir a los muertos de toda la vida.
Ellas, con sus diógenes de nostalgias y recuerdos.
Risueñas, con creciente olor a luna
y persiana bajada después de las nueve.
Silenciosas, solas, pero orgullosas
como viejas dragonas sin fuego
condenadas al bajocubierta del castillo
después de las nueve. Ellas,
tras nuestros chivatos techos de papel,
silenciosas, silenciosas, silenciosas.