liocardo

DELIRIOS DE GRANDEZA

DELIRIOS  DE GRANDEZA


 —Todo empezó hará aproximadamente quince días. Le aseguro que antes  
era un perro normal,  como cualquier perro. Pero, sin motivo aparente, 
comenzó a comportarse de una manera muy rara. 


— ¿Y ha habido algún cambio en el entorno de ustedes? Es decir, de 
domicilio, horarios, en su alimentación… 


—Ninguno, doctor. Desde hace muchos años llevamos en la familia una 
vida de lo más normal y rutinaria. 


El terapeuta  entrecerró los ojos, se rascó la frente y a continuación apoyó 
el mentón en el puño y el codo en la mesa. Tras unos instantes de meditar, 
exhaló un hondo suspiro a la vez que meneando la cabeza. 


—Pues no lo entiendo –sentenció–. Vamos por partes. Cuénteme con más 
detalles esos cambios que ha observado en el animal  y desde cuándo. 


Henry Wolfman continuaba incrédulo. Había aceptado a regañadientes 
llevar el animal a un psicólogo para perros que una amiga de su esposa le 
había recomendado a ésta aduciendo que a su “cuchi-cuchi”, como llamaba 
a aquel estúpido y feo caniche engreído que un día había adquirido la 
manía de mordisquear los tobillos de las mujeres que pasaban por su casa 
de visita, le había curado sus excentricidades y lo había vuelto más 
cariñoso con la gente. Con lo de “cariñoso”, se refería a la insoportable 
actitud de aquel bicho, que se tomaba la libertad de enredarse en los pies y 
andar dando saltos alrededor de las personas a las que se acercaba, soltando 
unos ladridos agudos y estridentes que lograban sacar de quicio a 
cualquiera.  


Pero su perro era diferente. Siempre se mantuvo tranquilo y distante, con su 
habitual parsimonia apenas se le notaba en la casa. Era mediano, ni muy 
alto ni canijo, más bien robusto. De una especie indefinida, mezclado  con 
alguna raza de presa. Marrón y con rayas negras en el lomo, atigrado. 
Comprado de cachorro en un mercadillo el día en que llevaron a su hija 
Valerie para que eligiese su regalo al cumplir los siete años. La niña se 
encaprichó con él. Tan pequeñito, le despertó la ternura y, aunque se opuso 
tajantemente a tener una mascota en casa, los alaridos por el berrinche de la 
nena en medio del gentío en aquel lugar lo persuadieron irremediablemente 
a aceptar su decisión. Al fin y al cabo, es su cumpleaños, fue la opinión de 
la madre. Ahora tenía nueve, y apenas sí se acordaba de que existía. 


—Mire, don, a decir verdad no sé cuánto hace que el animal adquirió esta 
conducta. Creo que fue algo paulatino. Primero comenzó con esos aullidos 
tan extraños. Cada vez que sale al jardín empieza a soltar  sonidos guturales 
como de lamentos profundos y a caminar nervioso de un lado a otro. Algo 
extraño, si se entiende que no hay verjas y puede salirse del terreno cuando 
quiera.  Sin embargo, no parece  triste. Es como si estuviese cantando –hizo 
una pausa, apesadumbrado, y continuó–.  Pero estamos asustados. Los 
niños suelen estar solos en casa, y, bueno, por nosotros también. Es un 
animal fuerte y tememos que se pueda volver agresivo.  

 
— ¿Y esto, dice usted que lo hace sólo cuando sale al jardín? A veces los 
perros imitan sonidos que escuchan a su alrededor ¿Cantan ustedes en casa 
o suele sonar música cerca? Sirenas de ambulancias, bomberos, policía… 


—A ver ¡no! –Henry empezaba a acusar síntomas de consternación. Estaba 
convencido de que aquella entrevista no le llevaría a ninguna parte. Había 
decidido que si no encontraba una respuesta satisfactoria para resolver este 
problema, tendría que acabar por sacrificar a Dante y eso no le agradaba–. 
Vivimos  en un vecindario tranquilo, de lo más silencioso. Lo único inusual 
en  mucho tiempo ha sucedido hará  un par de semanas atrás. Mi hija lo 
llevó consigo a ver pasar una cabalgata de anunciación del circo que se ha 
instalado durante un mes en las afueras. 


— ¡Aja! –El veterinario dio un respingo despegándose unos centímetros de 
su asiento– ¿Ve usted como sí había algo fuera de lo habitual? Un circo. 
Interesante. 


—Pero ¿qué tiene que ver…? –Su interlocutor levantó tajantemente la 
mano reclamando silencio sin permitirle acabar la pregunta.  


—Vamos por partes. Las conjeturas aventuradas no suelen ser buenas 
consejeras –explicó. Se incorporó lentamente y se dirigió a una mesilla 
donde había una cafetera eléctrica– ¿Le apetece un café? – y sin esperar 
respuesta sirvió dos tazas– ¿Azúcar? –Henry asintió sin dejar de 
observarlo. Le puso la bebida sobre el escritorio, a su alcance, y se volvió a 
sentar–. Continúe, por favor. 


—Pues, no sé –dudó–. Otra cosa que hace y me causa sospecha y, por qué 
negarlo, desconfianza también, es a la hora de la sobremesa. Verá usted: 
después del almuerzo tengo la costumbre de poner el canal de 
documentales, ya sabe, de esos de naturaleza, y se tumba en el suelo 
embelesado mirando el televisor. Me da la impresión de que me cela.   


— ¿Y lo hace cuando emiten  algún tipo de documental en particular o con 
todos? 


— ¡Pero…! ¡Cómo puede insinuar…! ¿Me pregunta usted las preferencias 
de un animal por el contenido  de la programación? –La exasperación se 
apoderó de aquel hombre que a punto estuvo de levantarse para marcharse– 
¿Me está tomando el pelo? 


—Señor Wolfman –interpeló con ademán paciente el psicólogo, 
acostumbrado al escepticismo que su profesión despertaba–, comprendo 
que le parezca extraño, pero le pido que confíe en mí. Por muy 
descabellado que le pueda parecer, cuando lleguemos al fondo de este 
asunto entenderá que las causas del comportamiento de Dante están 
motivadas por razones que se pueden esclarecer a través de la observación 
minuciosa de su conducta. Y aunque lo considere insignificante, cualquier 
mínimo detalle nos ayudará a comprenderlo. 


—Disculpe. Debe entender que esta situación es un tanto desconcertante 
se rindió–. Si lo pienso bien, creo que está más atento e inquieto cuando los 
reportajes tratan sobre el Serengueti y los safaris. Los de la fauna marina o 
de civilizaciones lejanas no le llaman tanto la atención. Es más, me 
atrevería a afirmar que le aburren. Empieza a mover la cola, entusiasmado, 
que casi se diría que se alegra en cuanto aparecen fieras en la pantalla, y 
comienza a proferir  bramidos desesperadamente. Al principio hasta me 
pareció cómico. 


—Entiendo –dijo el doctor,  y de repente soltó una carcajada que  dejó al 
otro algo perplejo. Daba la impresión de que había llegado a alguna 
graciosa conclusión que se negaba a compartir–. Discúlpeme –se justificó 
al momento–. Lo que le ocurre a su mascota, es que después de haber visto 
la gallardía y fastuosidad de las fieras del circo se ha identificado con ellas. 
Su perro, señor Wolfman, tiene un sueño: quiere ser un león. 

 

 


FIN