Hablan de cielo con voz encendida,
pero olvidan al alma que lucha por vida.
Sus muros relucen, sus cantos resuenan,
mas el amor sencillo les duele y les frena.
Prometen milagros, repiten doctrinas,
pero cierran los ojos ante las ruinas.
Declaman los textos con gesto severo,
y el prójimo herido les parece ajeno.
Jesús no escogió templos dorados,
prefirió caminos polvorientos y humanos.
No todo altar es fuego ni toda luz abriga,
si el amor no arde… la fe se fatiga.
El Reino no habita en tronos ni en fama,
florece en lo oculto, respira en el alma.
No exige aplausos ni puestos de honor,
camina en lo simple, se expresa en perdón.
El Cristo que vino no pide apariencias,
él mira el latido, no solo creencias.
Si la fe no consuela, si no enciende el vuelo,
no es fe del Maestro… es templo sin cielo.
Y tú, iglesia, ¿a quién representas?
¿Al que sirve en silencio o al que se presenta?
¿Al que escucha en lo hondo o exige atención?
¿Al que lava los pies… o busca admiración?
No todo altar es santo, ni toda cruz es vida,
hay llamas que engañan, hay luces fingidas.
Pero aún resplandece —sin ruido, sin guía—
un Dios que nos llama…
con manos vacías.