Me despierto con la boca seca,
un puñal oxidado clavado en el pecho,
las tripas retorcidas en una danza macabra,
el hambre me muerde y me escupe desprecio.
No quiero comer, no quiero vivir,
quiero desaparecer en la mierda que soy.
Me miro y me odio.
La balanza escupe números que vomito con rabia,
cada gramo que pierdo es una daga
que me clavó el espejo.
Corto porque duele más el vacío,
corto para recordarme que existo,
para sentir la sangre caliente
y que arda mejor que el frío que llevo dentro.
El filo es mi único amigo sincero,
me desnuda de mentiras y caricias falsas,
sangro y la sangre se lleva la mierda,
pero no la soledad que me abraza en la noche.
Ana me susurra en la oscuridad:
“Sé flaca, sé invisible, sé menos que nadie”.
Mía me toma del cuello y me ahoga en un vómito sin alma,
como si al escupir mi cuerpo,
pudiera escupir mi dolor.
Pero el dolor se queda pegado a mi piel,
se pudre en mi garganta,
se arrastra como un animal muerto
que no quiere morir.
Los cortes son mapas de mi tormento,
trazos torpes en un lienzo sucio,
marcas de guerra que nadie ve,
porque sonrío mientras me destruyo.
A veces pienso que ser ceniza sería un alivio,
que quemar todo sería menos pesado,
pero el fuego no llega,
y el desastre se queda,
en la mierda que soy,
en la mierda que nadie quiere.
¿Y qué coño hago?
Me levanto y me disfrazo de “todo está bien”,
pero la mierda se cuela por los poros,
huele a fracaso, a soledad, a ganas de gritar
hasta romperme la voz.
Estoy jodida, sí.
Estoy rota, sí.
Y no me importa.
Porque no sé cómo no estarlo.
Quiero vomitar esta mierda,
quiero arrancarme esta piel putrefacta,
pero solo puedo sangrar,
cortar,
perderme.
Y sigo aquí, en el desastre,
sangrando, vomitando, muriendo en vida,
porque no hay milagros,
solo cicatrices,
y el asco de no querer ser.