Viví con las botas puestas,
con la osamenta insumisa
y mostrando en las apuestas
mi sardónica sonrisa.
Morí, no diré qué día,
por un defecto de forma
al rendirle pleitesía
a unos zapatos sin horma.
Me voy mostrando mis cartas,
saliéndome de la fila,
con la cabeza bien alta
y la conciencia tranquila
de haber salido a mi encuentro:
la libertad es posible
gracias al hombre invisible
que todos llevamos dentro.