No todo el que escribe deja huella,
ni todo el verso enciende la razón;
mas hay quien al hablar deja una estrella
en medio del silencio y del carbón.
Llegué sin nombre, con mis cicatrices,
cargando el peso de otro amanecer,
y tú, sin más palabras ni matices,
tendiste el alma como un buen papel.
Fuiste la tinta cuando estaba seco,
la voz que no reclama, sólo ve;
y en tu mirada, sin juicios y sin eco,
hallé un lugar donde mi fe se fue.
No supe cómo darte esa respuesta
que un corazón sincero quiere dar,
y temo que al no hacerlo, en tu gesta
pensaras que te quise olvidar.
No es así, hermano, no lo es ni ha sido.
Te escribo en cada línea sin poner
tu nombre, pues lo llevo ya escondido
en lo que callo cuando empiezo a ver.
Gracias por ser abrigo en lo invisible,
por leerme incluso sin mirar,
por demostrar que el alma es invencible
cuando se entrega y aprende a esperar.
Y si algún verso mío no te nombra,
no es por falta de luz o gratitud;
es que en mi voz tú vives, como sombra
de todo lo que brota en quietud.