DÓNDE NO QUEDÓ NADA
Entonces fue cuando se dio cuenta de que
no había vuelta atrás. El daño ya estaba
hecho, y todo lo que había entregado le
había regresado, especialmente lo malo.
Y mi luz se expandió. Se expandió tanto que
cegaba. Llegó hasta su casa, tocó la puerta,
entró, y lo iluminó todo. Pero quien se atrevía
a mirarla quedaba ciego, de cuerpo y de
espíritu.
Y la luz era tan brillante que sólo unos pocos
eran capaces de mirarla de frente. Era una
luz de verdad, de iluminación, de bendición,
de sanación, y también de justicia.
Penetraba en todas las habitaciones, tan
llena de verdad, que nadie podía escapar de
ella. Se colaba por las puertas, las ventanas,
las rendijas, y el alma.
Y lo quemaba todo.
Y ya no quedaba nada.
Si él hubiera podido, habría escapado. Pero
la luz lo perseguía por donde fuera. Porque
era la luz que todo lo ve, y todo lo siente. La
luz que quiso iluminarlo, pero no pudo,
porque él eligió vivir en la oscuridad.
Y la oscuridad lo perseguía, y ya nunca más
pudo escapar de ella. Asomaba la mano
desde un pozo muy profundo, pero cuando
la luz lo tocaba, volvía a esconderse. Porque
la oscuridad era su sitio. Porque allí nació. Y
allí debía morir.
Y la luz quiso rescatarlo, pero él escapaba.
Estaba tan acostumbrado a la oscuridad,
que tanta luz lo cegaba. No sabía qué hacer
con ella, que era pura, que era mansa.
Y ella se convirtió en luz, y él en penumbra.
Él quería tenerla, pero su oscuridad no lo
dejaba. Ella hablaba con Dios. Él, ni tan
siquiera hablaba. Y la oscuridad se lo llevó. Y
ella, en su luz, brillaba.
Eugenia Bin.