Hay historias que no necesitan un final para ser eternas.
Hay amores que nunca se tocan, nunca se dicen, pero viven más tiempo que los que se juraron para siempre.
Ellos se miraron como quien se reconoce en otro cuerpo,
como quien ha esperado toda una vida para coincidir,
pero no era el momento,
ni el lugar,
ni el mundo.
Se cruzaron en medio de circunstancias que no sabían perdonar.
Él tenía caminos ya andados, promesas a medio cumplir.
Ella llevaba heridas que aún dolían con solo nombrarlas.
Y sin embargo, en medio del caos,
se vieron.
Y fue suficiente.
Nunca se dijeron todo lo que sentían.
No hubo confesiones ni declaraciones a la luz de la luna.
Solo silencios largos y miradas que hablaban el idioma de los que entienden sin palabras.
Un roce fugaz de manos,
una sonrisa más larga de lo permitido,
una despedida que dolió como un adiós sin regreso.
Se amaron sin tocarse,
sin poseerse,
sin romper el mundo que los rodeaba.
Y ese fue su acto de amor más valiente:
no destruirse para tenerse.
Pasaron los años.
Vivieron otras vidas.
Rieron con otras bocas, soñaron otros sueños.
Pero en lo más profundo,
en un rincón que el tiempo no toca,
ese amor quedó intacto.
No como un recuerdo triste,
sino como una certeza:
de que existieron el uno para el otro,
aunque solo fuera por un momento,
aunque el universo no les diera la oportunidad,
aunque el amor no se concretara jamás.
Porque algunos amores,
los más puros,
no necesitan vivirse para ser verdaderos.
Solo necesitan existir,
y quedarse así,
eternos en lo que nunca fueron.