El sol y yo
Subí a lo alto de la montaña,
a contemplar al sol,
enamorado de sí mismo,
derramando su oro en silencio,
ignorando las llanuras
que bajo su fuego duermen:
ávidas, fértiles, desnudas.
Y allí estaba yo,
una llama con forma de cuerpo,
amante secreta del astro,
aguardando su fulgor
como quien espera ser tocada:
sin palabras,
sin promesas.
Consumida por mi propio ardor,
absorta en mi hoguera íntima,
extendí los brazos al cielo,
como campos sedientos,
como piel que se abre al alba,
como llamaradas hambrientas
de caricias solares.
Le ofrecí mi pecho,
los labios entreabiertos y encendidos,
mi vientre en flor,
todo deseo vuelto plegaria.
Quería entregarme a la luz,
con el cuello desnudo al cielo,
los muslos firmes, abiertos,
como columnas tibias
esperando el calor del día.
Pero el sol, altivo y ciego,
no veía su ofrenda.
Pasaba sobre mí
como amante distraído,
como un dios que no entiende
el idioma del temblor.
Entonces hui al bosque,
descalza de deseo,
vestida de sombra.
Allí, la espesura me abrazó sin juicio,
y las hojas, dulces y húmedas,
apagaron el incendio
gota a gota.
Entonces, entre raíces y penumbra,
aprendí que la pasión
sin refugio,
sin espejo,
sin boca que la reciba,
es solo ceniza flotando en el viento—
hermosa,
sí...
pero sin destino.
No todo lo que arde
necesita ser visto.
—L.T.