La urbe extensa de ojos y corazones, de pezones y voces; las calles con tantos cigarrillos y chicles pisados; los coches destrozando el claxon, la música en cada audífono, cabellos con tornados y teléfonos en la mano, mudos y divergentes. El mundo es un estuche de manualidades, con colores llenos de vida y muerte, de maldad y bondad, de rareza cotidiana.
Tanto humano presencié ante mis ojos, y solo tu existencia trasminaba mi sistema nervioso. Te adueñaste, y me adueñé de tu cabeza, de nuestras cabezas; y con certeza puedo decir que juntamos la madera, vela, timón y ancla perfectos para construir nuestro propio barco.
Ambos navegamos por tres majestuosos años. Los primeros días eran éxtasis de hormonas, olas apaciguadas, y ninguna tormenta nos avecinaba. Nuestra única preocupación era admirar las nubes e imaginar figuras en ellas; era tocar las olas del amar, remojarnos día a día en ellas, y luego adentrarnos en nosotros, colonizar nuestra superficie.
Al pasar los años, tu piel por el sol se empezaba a derretir, tus ojos se hinchaban y explotaban, tu cabello se despeinaba y caía en demasía, tu verdad se llenaba de mentiras. Y poco a poco conocía tu parte sobreviviente a la deriva, con madre y huérfana. Tanto pasado te perseguía. Paso a paso me fui dando cuenta de que tu espejo estaba destrozado, y las astillas te cubrían todo el rostro.
Yo, descubriendo el cenote de tu ser, decidí adentrarme, hendir en tu alma amarilla y permanecer en el barco: besando tus labios astillados, acariciando tu piel derretida y bebiéndola, volviéndome tu familia. Era tu madre y tu padre. Me enfrentaba al león de tu casa, cuidaba que ningún mal te rompiera la paz. Los viernes intentaba pegar los cristales de tu espejo; los martes intentaba meterte al congelador... pero no tenías, no creías.
Y al final, con muchas horas de trabajo, tuyas y mías —yo, con sudor y tiempo, vendiendo guayaberas en la avenida; tú, yendo con la terapeuta, lustrando tu vida—, logramos que, al fin, esos cristales se fueran pegando. Y tu refrigerador se encendió.
Mas lo que mi corazón aún no sabía era que tus ojos estaban explotados. Cuando recuperaste tus pupilas y me observaste con perpetuidad, encontraste en mí el vacío, la nada, la fealdad, la indiferencia plasmada... Y te bajaste del barco a medio mar abierto, quizás a punto de llegar al puerto. Te hundiste en los brazos de otro y su barco.
Yo veía cómo te desvanecías en la lejanía, mientras rompía mi propio espejo, incendiaba las nubes, y mezclaba golpes al suelo con llantos al viento, susurrando tu nombre junto a un:
—Regresa... regresa, que me rompí el alma para reparar la tuya. Regresa, que fui tu sanador... o vaya sanador que fui. Yo nunca fui tu sanador. Nunca fui amado por ti. Pésame, sentir que me pesa... no regreses—.
Después de reflexionar en mis palabras, me di cuenta de la soledad del barco, el cual debo abandonar. Y aunque fue construido de la mejor manera, y me pudiera llevar por todo el infinito mar, lo tengo que abandonar, ya que hay tantos fantasmas de lo que fuimos, que caminan en cada baño, en cada ola que choca y su sonido, en cada nube que miro, en cada música que canto, en cada espejo que observo.
Hay tanto de ti y de nosotros: tus papeles en el suelo aún no recogidos, nuestro idioma ya sin hablantes, nuestro barco ya sin tripulantes.
Me tiraré al mar profundo sin ir por otro. Ya no quiero otra cintura sobre la mía. No quiero mirar nubes con otros ojos explotados. Quiero hundirme y asfixiarme hasta morirme. Quiero, ya muerto, amar a nada, sufrir ninguna pena.