Nosotros, los que solemnizamos la Lírica,
vivimos cautivados por el silencio y los paisajes interiores.
Al desnudarnos ante la hoja pura, descubrimos que somos
briznas de luz, intentando anidar la palabra.
Es una manera ficcional de engendrar retoños
en nuestros ríos de sueños, y a veces (o casi siempre),
utilizamos raíces de nuestro ramaje,
eligiendo aquellas que tengan savia vivificadora para el verso,
y así, encendemos en el alma una pira de palabras.
Damos toda la sangre a expensas del miedo.
Y con la dimensión del grito,
trazamos tiempo en los renglones,
como itinerario preciso de nuestra presencia en ellos.
No bastan las manos para asirnos de la voz,
quien nos sostendrá con la cabeza fuera de las lágrimas.
Sabemos traducir con nuestro propio alfabeto
los símbolos extraños que el corazón dibuja en el cuerpo.
Nos dejamos acariciar por la conciencia, con sus manos
de utopía, como último recurso del llamado.
¡Qué sería del mundo sin poetas!
Tal vez: ojos vacíos: barcas cagados de fastidio.
Mentes sedientas de amor y esperanzas.
Pies sin caminos ni memoria (pasos sin latidos).
Manos impasibles, sujetando sus relámpagos.
Hombres heridos, fríos, enlutados.
Esclavos de una experiencia miserable, bajo un
lenguaje que jamás dignifica.
Actores cuya actuación solamente pasa
en la trastienda cotidiana de su mediocre vida.
¡Ay! ¡Qué sería del mundo sin poetas!
Nosotros, los que habitamos ese paraíso,
tenemos la Creación, como destino concebido,
la tenacidad del buril sobre el mármol mudo,
la musicalidad de la lluvia sobre la fértil tierra,
y el placer de hurgar el fondo de los sentidos, para
rescatar las primaveras que allí quedaron en vigilia.
Pasamos la existencia, ensoñando versos cuáles aves libres.
Hijos del asombro somos. Vamos por el mundo exponiendo
nuestras venas, con la única voluntad de ser fieles a
sí mismo, y al mundo que nos rodea.