No eras tú,
era el silencio detrás de tu voz,
el que escribía.
Las palabras no te alcanzaban,
pero las abrías
como a pequeñas jaulas
llenas de pájaros muertos.
Hablabas de la niña,
de la que nunca volvió,
de la que aún tiembla en los pasillos
de un cuarto sin ventanas.
Alejandra,
hermana del hueco,
cosechaste sombras
con la paciencia del dolor.
Tu cuerpo fue un idioma
que el mundo no quiso traducir,
y tú,
sorda de tanto escuchar tus pensamientos,
te diste al abismo
como quien regresa a casa.
Escribías con sangre invisible,
te escondías detrás del espejo
y aún allí
el reflejo dolía.
Querías un lenguaje más puro,
más blanco,
más próximo al sueño.
Pero el sueño era una jaula
y el mundo no dormía.
Nos dejaste
una silla vacía
junto al poema
y una voz
que aún tiembla
como un fósforo encendido en la niebla.
Y aquí,
en este mundo que nunca fue tuyo,
te nombro despacio,
como quien acaricia
una palabra
que podría romperse.